El colapso del capitalismo tecnológico
Alfredo Macías Vázquez
Esta obra trata de explicar por qué, a medida que el progreso técnico se acelera, vivimos cada vez peor; por qué, a medida que los avances científicos se multiplican, el desempleo estructural no deja de crecer y las crisis económicas se hacen más intensas y recurrentes. Con frecuencia, muchos analistas críticos o «de izquierdas» intentan explicar esta aparente paradoja como una cuestión de voluntades. Por un lado, se encontrarían los ricos, la derecha, en definitiva los «malos» de la película, sedientos de beneficios rápidos y cuantiosos, y capaces de cualquier cosa para lograrlos. Por otro lado, estaría el pueblo, la izquierda, los «buenos» por naturaleza. Con este diagnóstico, es muy seductora la tentación de pensar que si mandasen los «buenos» en lugar de los «malos» las cosas cambiarían a mejor.
Pero no cambiarán. En El colapso del capitalismo tecnológico, Alfredo Macías argumenta que desde los años setenta el sistema económico es incapaz de acumular valor real de modo auto-sos- tenido, y tiene que recurrir cada vez más a la producción de capital ficticio, con lo que tan solo pospone su colapso. En medio del optimismo tecnológico con que nos abruman los medios de comunicación, se nos oculta que la producción de valor ha alcanzado su límite interno absoluto, que el capitalismo sucumbirá como consecuencia del desarrollo de su propia lógica. En este sen- tido, concluye Macías, la situación es crítica y, si no se evita, el actual sistema económico nos con- ducirá a un colapso definitivo.
- Escritor
- Alfredo Macías Vázquez
- Colección
- Análisis y crítica
- Idioma
- Castellano
- EAN
- 9788416020799
- ISBN
- 978-84-16020-79-9
- Páginas
- 232
- Ancho
- 15 cm
- Alto
- 23 cm
- Edición
- 1
- Fecha publicación
- 14-02-2017
- Contacto de seguridad
- Guillermo Escolar Editor
Precio
Sobre Alfredo Macías Vázquez (Escritor)
Reseñas
Un libro incisivo, riguroso y documentado (que levantará no pocas ampollas en los entornos de izquierda así como en los contextos académicos marxianos), ácido y realista por sus conclusiones, provocador por las evidencias que pone sobre la mesa, indispensable para cerciorarnos de que, si no tomamos en serio nuestro esfuerzo (nuestra responsabilidad) por pensar y actuar en nuestro presente, “todo lo que nos espera son retrocesos en las condiciones de vida”.
El libro nos permite orientarnos en debates de actualidad, como la disputa teórica entre la idoneidad de la Renta Básica Universal y la del Trabajo Garantizado, zanjándolos de hecho, y a ambas propuestas por igual, a partir precisamente de un análisis actualizado de Marx. Desde esta perspectiva, el debate entre esas dos propuestas es estéril toda vez que ninguna de ellas cuestiona la razón de ser del capitalismo, a saber, la sociedad del valor, y por eso mismo serían incapaces de superar las contradicciones de aquel. Esta crítica, fundamentada en un marxismo muy bien elaborado, se hace extensiva a todas las propuestas que abunden en una tendencia reformista.
A la hora de proponer soluciones o remedios para estas contradicciones inheren-tes al modo de producción capitalista, el autor desarrolla una profunda crítica hacia algunos de los planteamientos reformistas, que pretenden reducir o paliar las con-secuencias no deseadas del sistema, como el aumento de la desigualdad social o la crisis ambiental, pero que no realizan una crítica profunda de los fundamentos mismos de dicho sistema, esto es, de la contradicción profunda que existe en el propio ciclo de producción de valor de las sociedades capitalistas.
A lo largo de los seis ensayos que configuran El colapso del capitalismo tecnológico, Alfredo Macías plantea una explicación de la aparente paradoja que se establece entre una aceleración del progreso técnico y, cuando menos, una ralentización de las condiciones de vida. Así, señala que cada vez hay más aparatos tecnológicos que se supone nos facilitan la vida, se dispone de mejores medicamentos para curar enfermedades, la comunicación entre las partes del mundo es prácticamente inmediata, etc.; sin embargo, parece que en los últimos años vivimos peor: las jóvenes generaciones ven cómo se les cierra el acceso al mercado laboral, a la vivienda o a un salario digno, mientras las pensiones, la sanidad pública o la educación gratuita retroceden en su cobertura y calidad. En definitiva, parece que los jóvenes tendrán que vivir peor que sus padres.
El colapso del capitalismo tecnológico RESEÑADO POR PABLO ALONSO GONZÁLEZ «Es vital romper con las modas actuales en el pensamiento crítico, centradas en un debate sobre las diferentes formas de capitalismo, como si una discriminación entre ellas fuese la clave para afrontar con un cierto sentido estratégico los problemas que la humanidad tiene por delante. Como si los problemas pudiesen solventarse a base de diferenciar entre formas “buenas”, “malas” o “menos malas” de capitalismo. Es un profundo error. En realidad, lo que ha comenzado con la crisis de 2008 es el proceso de colapso del capitalismo. Para afrontar esta situación necesitamos desarrollar una crítica categorial de la sociedad en que vivimos, que tiene que partir de lo que se ha intentado en este ensayo: comprender cabalmente la lógica profunda del desarrollo histórico del capital [p. 185].» La profunda reflexión que nos presenta Alfredo Macías Vázquez es a la vez un toque de atención a las ciencias sociales y un revulsivo ante la propagación de tendencias reformistas y populistas en la teoría social y el pensamiento político de izquierdas. No trata exclusivamente de problemas económicos, sino de la naturaleza de las relaciones sociales existentes en el capitalismo y sus diferencias con las sociedades que lo han precedido. Esta reseña pretende entablar un diálogo entre el manuscrito de Macías y la teoría antropológica, lo cual se lleva a cabo a través de la crítica a algunos aspectos del trabajo de autores como David Graeber, Pierre Bourdieu o Bruno Latour, en particular alrededor de sus conceptos de capital simbólico, dinero, fetichismo, valor y trabajo. «El colapso del capitalismo tecnológico» es un texto con implicaciones directas para la antropología, ya que, según el autor, «los derroteros por los que nos conduce el capital (especialmente a resultas del rol que está asumiendo la tecnología en las relaciones humanas) nos obligan a responder a desafíos antropológicos inéditos en la historia de la humanidad [p. 14].» Más aún, el libro –de amena lectura pese a la inmersión teórica a la que nos somete– se abre y clausura con cuestiones antropológicas centrales. Macías comienza afirmando que, “si bien las personas parecen actuar según su voluntad, en realidad están condicionadas por categorías abstractas que pautan su comportamiento” (p. 7). Ya hacia las páginas finales nos queda claro que, en contra de las lecturas tradicionales del marxismo economicista y ortodoxo, y de la economía clásica y neoclásica, la actual fase de acumulación de capital y creación de valor depende de la generación de “nuevas y crecientes esperanzas de negocios futuros” (p. 181; énfasis propio), y de que el sujeto de la esperanza “tenga confianza en que va a poder recuperar su inversión, en la capacidad de negocio futuro” (p. 182; énfasis propio). El autor deja claro cómo, si abandonamos la visión que equipara capitalismo con economía de mercado, encontramos un sistema basado en relaciones sociales fundadas en la confianza y la esperanza, ámbitos tradicionalmente explorados por la antropología de forma inconexa con aquello que ha tendido a enclaustrarse en el limitado marco teórico de “lo económico”, sometido a la rigidez disciplinar de la antropología económica. El análisis de estos “sujetos portadores de esperanza” es una tarea apremiante a la que nos enfrenta Macías, en conexión con una crítica categorial del capitalismo y sus elementos constitutivos. Probablemente, el abandono por parte de la antropología de las “grandes cuestiones” desde el pensamiento crítico de izquierdas tenga que ver tanto con el posmodernismo y los respectivos “giros” cultural y ontológico, como con la tradición del marxismo ortodoxo o del trabajo, que no sólo tienden a equiparar capitalismo con economía de mercado, sino también a asumir categorías de análisis economicistas y deterministas (separando infraestructura y superestructura), y a no cuestionar las categorías fundamentales del capital: valor, mercancía, trabajo, capital y dinero. Esta conjunción de factores ha llevado a desincrustar de manera perniciosa economía y cultura, generando nuevas dicotomías entre las dimensiones analíticas simbólicas y materiales, decantándose los antropólogos de forma mayoritaria por el estudio de aspectos simbólicos. Pero, como nos recuerda el autor, en el capitalismo “la cuestión a analizar no es la mistificación, la ilusión en sí misma, sino la materialización real de las relaciones de producción, su expresión en una forma material” (p. 93). Afirmación que no debe entenderse como un llamado a estudiar a las minorías étnicas, las clases trabajadoras o los marginados del sistema de manera economicista o instrumentalista, dejando de lado cuestiones culturales, simbólicas o cualitativas. Por desgracia, ésta ha sido, y continúa siendo, una de las críticas achacadas con más frecuencia a la intelectualidad marxista, en particular desde la antropología, postulándose que el marxismo adolece de una visión cuantitativa e instrumentalista del sujeto trabajador. Por ejemplo, el antropólogo marxista Robert Ulin, reivindicando el trabajo de Arjun Appadurai (1986) sobre los aspectos culturales de la mercancía, critica “insuficiencias en la conceptualización marxista del trabajo [labour] como acción instrumental”, y asevera que resulta necesario reconceptualizar la noción marxista de trabajo desde la simple “apropiación y transformación de la naturaleza, hacia una forma de producción cultural diferenciada” (Ulin, 2002: 691; traducción propia). Esto se justificaría porque la conceptualización marxista “ofusca la distinción entre la ‘percepción’ y la ‘realidad’ que se produce en sociedades donde opera una ‘cultura de mercado’”, a la vez que ofrece “limitaciones implícitas en lo que respecta a la cuestión del poder” (Ulin, 2002: 691, 694; traducción propia). La visión de Ulin presenta dos problemas clave: la equiparación del capitalismo con una economía de mercado donde las relaciones de poder son fundamentales, y la idea de que Marx entiende el trabajo como mera acción instrumental. Sin embargo, como muestra Macías en su deconstrucción de los escritos de Böhm-Bawerk, la raíz de esta crítica deriva de una lectura parcial de Marx –propagada por el marxismo ortodoxo que preponderó en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (urss)–, la cual se basa en la creencia de que: «el valor generado por el trabajo humano tiene que ver con las cualidades concretas del mismo y no con su reducción a fuerza de trabajo abstracta como resultado de las condiciones históricamente específicas de una sociedad dominada por el intercambio generalizado de mercancías [p. 123].» Es decir, Marx no considera secundarias las cuestiones culturales o simbólicas, sólo no las desincrusta en su análisis de la totalidad de relaciones sociales. Él analizaba cómo, ante el imperativo de valorización, el trabajo abstracto medido de forma cuantitativa (tiempo socialmente necesario de trabajo) acababa con la cualidad y la particularidad de cada trabajo específico: los viticultores franceses y los pescadores chilenos poseen identidades y cualidades diferenciadas, algo que Marx asume, aunque sus trabajos se equiparan de manera abstracta en el mercado. Macías muestra cómo reivindicar “lo cualitativo” del trabajo nos lleva a una exaltación culturalista de la propia sujeción de los individuos al sistema. Empero, desde visiones del marxismo del trabajo como la de Ulin se asume una postura ontológica, a partir de la cual «…el trabajo sería por naturaleza depositario de unas características que, de por sí, lo convierten en sujeto político. Sin embargo, en el capitalismo todo trabajo concreto se reduce a trabajo abstracto, desposeído de sus propiedades en cuanto tal… sería malinterpretar el pensamiento de Marx considerar que basaba su ideal de emancipación social en una concepción ontológico-positiva del trabajo. Todo lo contrario: para Marx, el proceso de abstracción del trabajo humano que se produce en el marco de las relaciones de producción capitalistas conlleva un proceso de subsunción real del trabajo al capital, y en consecuencia una degradación progresiva de todos los ámbitos de la vida humana [p. 13].» La lectura de Macías, concomitante con los estudios de la crítica del valor (Jappe y Kurz, 2003) o de Moishe Postone (1993), considera que el propio capitalismo transforma el trabajo en una realidad objetiva a la vez que abstracta, que modula las relaciones de modo impersonal bajo el dominio del valor y las necesidades de acumulación, imponiéndose sobre formas previas de dominación personal o directa, como las feudales o corporativistas. La cuestión del valor no es así una realidad económica desincrustada de la cultura, sino que ha de ser analizada como una relación social total que tiene lugar en circunstancias históricamente determinadas. Existe, no obstante, una inclinación en la antropología a equiparar el ser (el valor) y las cuestiones ético-normativas vinculadas con la moral individual y con el deber-ser (los valores). Se tiende entonces a separar valor y valores, restringiendo el primero al ámbito de lo económico, y a su vez abstrayendo la cultura como el campo prioritario de estudio antropológico. A la par, se origina una contradicción que se agudiza en cada nuevo “giro teórico” en la antropología: por un lado, surge una propensión a la teorización extrema que proyecta hacia el pasado categorías capitalistas contemporáneas (economía, valor, trabajo); por otro lado, se tiende a pensar que sólo en sociedades modernas se produce una separación entre valor y valores, mientras que los grupos precapitalistas habitarían una realidad inmanente, por así decir, “colectiva”. Frente a estas contradicciones, Macías antepone la necesidad sociopolítica de realizar una crítica categorial. Más allá de la mera descripción empírica o fenomenológica de los hechos y conflictos que desata la desvalorización y crisis del capital, el autor abre la puerta al intento de superar categorialmente este sistema y dejar atrás su lógica. Para ello, sería “necesario profundizar en el análisis de las categorías de valor, trabajo abstracto, mercancía y capital” (p. 12) evitando “toda concepción ontológica de las categorías económicas que las proyecte sobre el pasado cuando son específicas del capitalismo” (p. 19). Desde esta perspectiva, se vislumbra cómo, de modos distintos pero convergentes, antropólogos como Graeber, Bourdieu o Latour pecanen alguna de las inconsistencias apuntadas por Macías: 1. Una visión del mercado como opuesto al Estado, la política y la sociedad; que deriva en una separación structural entre el ámbito de la circulación y de la producción y reproducción social. El mercado se equipara al capital y es percibido moralmente como negativo, en oposición a una sociedad productiva “buena”. A ello se vinculan políticas reformistas basadas en visiones voluntaristas y moralistas, de corte más conservador en el caso de Latour, y más anarquista (con tintes liberales) en el caso de Graeber. 2. Una escasa comprensión de las categorías fundamentales del capitalismo, en especial la de valor, entendida o bien de forma transhistórica (Graeber), como realidad metafísica desechable (Latour), o de manera empírica, como una realidad simbólica intercambiable (Bourdieu). De tal modo, se confunden y combinan valor y valores. 3. Una disociación entre la teoría del fetichismo y la del valor. El fetichismo se entiende desde un enfoque antropológico vinculado con las creencias de pueblos no occidentales, a la vez que se confunden la teoría del fetichismo y de la alienación de Marx. En suma, una perspectiva de derivación clásica ricardiana (David Ricardo) de las categorías económicas. Transhistoricismo y distorsión de las categorías capitalistas: Graeber La concepción transhistórica, que proyecta la categoría de valor a otros tiempos y espacios, se encuentra presente en la tradición antropológica, sobre todo en su vertiente económica. Existe además una visión implícita que, inspirada por Durkheim, ha llevado a considerar las prácticas económicas como derivadas de prácticas sociales y morales, concibiendo conceptos económicos marxistas como potencialmente útiles para análisis antropológicos más allá del contexto capitalista al que se refería Marx. Los estudios de Terence Turner (2008), Nancy Munn (1990) y, hasta cierto punto, Maurice Godelier (2004) representan esta tendencia. Más preocupante resulta el impacto del trabajo teórico sobre valor, deuda o fetichismo de Graeber (2001), con gran influencia política dada su vinculación con los movimientos Occupy. Graeber plantea que tanto ideas como acciones pueden ser incorporadas a “formas de valor” que promueven nuevas acciones, intentando suturar de forma infructuosa la ruptura dicotómica entre economía y cultura. Su visión de la deuda, el valor o el dinero es transhistórica y empírica, no categorial, teniendo en cuenta que aquéllos son meras “herramientas” en las manos de unos pocos: 1% que domina el Estado y el mercado. Tanto Estado como mercado son vistos como opuestos y moralmente criticados como “negativos”, pese a que forman parte del mismo sistema. Para Graeber (2011), la mayor contradicción en el capitalismo (y a lo largo de toda la historia) se produce entre endeudados y deudores (no entre explotados y explotadores), obligaciones morales y deudas. El intercambio mercantil en sí estaría siempre contaminado por relaciones de poder, jerarquía y deuda, que impedirían la expresión pura del libre mercado. El mercado sería así escasamente problemático, un ámbito igualitario. Empero, de forma incesante, las relaciones de poder imposibilitan la expresión de esta igualdad. Pero, siguiendo a Macías, resulta evidente que el problema de generación de desigualdades en el capitalismo es precisamente el intercambio de mercancías, y no sólo su “contaminación” por elementos extrínsecos. Graeber aporta ejemplos históricos para ilustrar una distinción moral entre mercados que usan la moneda, que serían militaristas y “malos”, y los que se basan en el crédito, aquellos sin Estado y “buenos”. No obstante, en la actualidad, tanto la moneda como el crédito forman parte integral de nuestro sistema, así como sujetos endeudados y prestamistas. Graeber cae presa del fetichismo que supone no diferenciar entre el crédito y la moneda como formas de expresión de las relaciones sociales, en lugar de como productoras de esas relaciones. Desde su perspectiva, podría parecer que la moneda o el crédito son las causas que moldean nuestras relaciones sociales. Por tanto, ¿qué es el dinero? Para Graeber, nada: «Todo lo que he dicho hasta ahora solamente sirve para subrayar una realidad que ha aparecido a lo largo del libro: que el dinero carece de esencia. No es “realmente” nada; por lo tanto su naturaleza ha sido siempre, y siempre será, una cuestión política [2011: 372; traducción propia].» «El dinero sería impuesto por Estados opresivos y militaristas como Estados Unidos, y las diferenciasentre el oro, un cheque, o un billete desaparecerían: serían meras convenciones.» ¿Es el dinero una convención política? Nada más lejos de la realidad. El fetichismo del dinero, nos dice Macías, “constituye una forma derivada del fetichismo de la mercancía” (p. 64). Si la expresión del valor entre dos mercancías «…oculta una relación social entre personas (fetichismo de la mercancía), con la forma dinero (equivalente general) […] lo que se pretende ocultar es la relación entre las mercancías que se vinculan en la expresión del valor: independizarse de ella. Con el dinero, el capital logra algo muy importante: producir una abstracción real, cuya existencia es independiente de lo particular, de las mercancías particulares […] El marxismo tradicional, influido por la concepción ricardiana, pasó por alto esta cuestión y se mantuvo en una visión del dinero como instrumento técnicamente útil para facilitar el intercambio de los valores de las mercancías, que se suponen preexistentes [p. 65].» Vemos, pues, que la incomprensión de las categorías de valor o dinero en Graeber (entre otros) lleva a posiciones intelectuales y políticas orientadas a las luchas de poder por la redistribución de valor y dinero cuya existencia previa se da por hecho, sin explicarla y, por tanto, sin cuestionarla categorialmente. La aceptación de las categorías básicas del capitalismo revela, entonces, el porqué del giro en la antropología hacia los estudios sobre el poder influidos por Foucault o hacia el análisis de los “campos” reputacionales de Bourdieu. Macías es claro al respecto: «La categoría de valor no debería entenderse en un sentido ricardiano, como expresión de un determinado modo de distribución de la riqueza abstracta mediado por el mercado, sino que su comprensión debería realizarse a partir de una clara distinción entre valor y riqueza […] Cuando adoptamos un enfoque ricardiano, el fenómeno del poder se convierte en el problema central de la economía, relegando a un segundo plano las preguntas en torno al valor […] al final, el análisis crítico se reduce a fenomenología, al estudio de los conflictos, de la lucha de poder por el reparto de la riqueza abstracta, sin cuestionar categorialmente esta última [p. 21].» Apropiándonos las palabras de Macías, podríamos decir que, desde la perspectiva de Graeber, «el problema no sería la producción, sino la realización del valor. Si así fuese, las crisis se podrían resolver en el marco de las propias categorías del valor y del capital, en base a acuerdos políticos que modificasen ante todo las condiciones distributivas en el interior de la sociedad [p. 188].» La confusión entre valor y riqueza lleva a estudiosos como Graeber a una incomprensión profunda de procesos como el neoliberalismo, entendido así: un proyecto político puesto en marcha por unos individuos y élites perversos. Graeber olvida que la sociedad no se compone de individuos, sino que expresa relaciones sociales. Para Macías, esta incomprensión posee una raíz teórica: “La economía política se basó en la idea de que la realización del precio es una resultante de la creación previa de un valor real, concebido en términos ontológicos” (p. 175). Entonces, resulta difícil explicar “cómo la acumulación de capital se puede desligar de la producción de valor, cómo podemos encontrarnos en un mundo con cada vez más capital, ficticio, pero sin valor” (p. 175). La imposibilidad de dar cuenta de esta lógica que, a diferencia de otras formas de dominación social, domina mediante la abstracción más allá del individuo, lleva a la búsqueda de personificaciones sociológicas del capital y, por consecuencia, de chivos expiatorios: para la izquierda reformista, éstos serían banqueros, especuladores o corruptos; para la derecha populista, inmigrantes, funcionarios o minorías étnicas. La comprensión del valor es, por tanto, fundamental para que dejemos de “sorprendernos” por la victoria de Donald Trump, el Brexit, o los resultados electorales globales, y comencemos a analizar los mecanismos sociales que permiten incrustar la comprensión del valor en los ámbitos de análisis clásicos de la antropología. Capitales sin valor y campos homeostáticos: Bourdieu Pero comprender el valor requiere huir de separaciones disciplinares y de “campos” circunscritos de análisis. El trabajo de Macías permite evidenciar estas carencias en el de Bourdieu (1984), quien da por hecho una estabilidad de los campos; es decir, presupone una homeostasis económica, o una economía en constante crecimiento y un paralelo evolucionismo social. La visión de Macías pone esto en cuestión, al plantear que, pese al optimismo tecnológico, «la producción de valor, la razón de ser de este sistema, ha alcanzado su límite interno absoluto […] la producción de valor declina, provocando que los capitalistas intensifiquen sus luchas competitivas por llevarse un trozo mayor de la tarta, pero de una tarta que no hace más que achicarse. Hoy en día, los capitales no son capaces de crecer si no es en detrimento de otros capitales [p. 8].» ¿Qué hacer con los conceptos de capital “cultural”, “social” o “simbólico” de Bourdieu en este contexto de campos cambiantes y en decrecimiento? ¿Cómo intercambian legitimidad y reputación las clases medias con enormes capitales simbólicos y culturales acumulados, que se empobrecen con gran rapidez pese a triunfar en sus “campos” de distinción –algo evidente entre artistas, músicos o científicos? A diferencia de Graeber, Bourdieu rompe con el pensamiento sustancialista e individualista metodológico para asumir una visión relacional propia de Marx. Sin embargo, suprime a la sociedad para reemplazarla por esferas disgregadas, considerando al Estado una simple acumulación de legitimidades en evolución histórica. También da por hecho que las categorías de valor, dinero o capital responden a una repetición habitual de prácticas en un marco institucional estable, en el cual se intercambian simbólicamente legitimidades, reputaciones y bienes, equiparando de nuevo capitalismo a mercado, y postulando a la sociedad como un conjunto de campos delimitados histórica y lógicamente (economía, política, estética, etcétera). Critica la construcción de identidades y la distribución económica en el capitalismo como un proceso que ocurre a través del consumo y la circulación de mercancías, aunque no cuestiona el carácter de estas últimas ni por qué vivimos en una sociedad dominada por ellas. Analiza así los mecanismos extraeconómicos para la reproducción de las relaciones sociales –el intercambio y el consumo– pero no la separación de los productores de los medios de producción –la explotación–. Al desligar el capital de la producción de valor, se disipa cualquier potencial crítico categorial. Si en Foucault el poder revierte en un círculo vicioso, en Bourdieu no existe salida a la búsqueda de mayor estatus dentro de un campo: la clase se difumina y, como máximo, es vista como algo por lo que luchar, y no algo contra lo que luchar. Esta perspectiva lleva a la personificación sociológica de las categorías del capital y, de nuevo, a escamotear su cuestionamiento. De aquí se deriva también una crítica a la antropología del desarrollo, que entiende las desigualdades globales de forma voluntarista. Para Macías, «el progreso tecnológico constituye la principal manera de reducir el tiempo socialmente necesario para la producción de mercancías y, de esta forma, quedarse con el trozo del pastel del vecino rezagado, quien inevitablemente se arruina (ya que no puede competir produciendo con un gasto mayor en tiempo de trabajo) [p. 8].» Ante esta modalidad cuasiautomática y abstracta de dominación del capital, las teorías decoloniales (Escobar y Restrepo, 2010; Mignolo y Escobar, 2013) contraponen una visión de que el problema de la desigualdad resulta de una cuestión epistémica: la herencia colonial y sus categorías étnicoraciales que impiden el desarrollo de los países pobres. Sería entonces necesario reivindicar “ontologías alternativas” y “epistemes otras”. Sin embargo, los repetidos fracasos de las izquierdas reformistas latinoamericanas muestran cómo la supervivencia de otras ontologías y epistemes no es factible sin cuestionar las categorías fundamentales del capital: una vez estos gobiernos toman el poder estatal (como también sucede en el caso griego), fracasan en sus propósitos reformistas y buscan chivos expiatorios: la corrupción, el mal uso del Estado, injerencias de países poderosos, etcétera. De manera paradójica, los supuestos sujetos portadores de “ontologías y epistemes otras” acaban por sacar del gobierno a aquellos que los reivindican políticamente. Fetichismo, valor y las mercancías-actantes: Latour Quizás uno de los aspectos más potentes y dinámicos del texto de Macías es la siempre olvidada conexión entre la teoría del valor y la del fetichismo en Marx. La disociación de ambas, asumida tanto por el marxismo ortodoxo como por el estructuralismo de Althusser, llevó a la nefasta separación entre economía (infraestructura) e ideología (superestructura). El valor se adscribía a la primera y el fetichismo a la segunda. El estudio de las relaciones sociales en el capitalismo (objeto de análisis de Marx), empero, requiere una vinculación de ambas teorías para suturar este vacío dicotómico e infértil entre economía y cultura que tanto cuesta cerrar en la antropología más allá de la retórica. Macías nos permite empezar esta tarea, mostrando cómo la crítica de la economía política de Marx «... no es sin más una teoría sofisticada del valor-trabajo, sino una teoría sobre el fetichismo de la mercancía, el nuevo encantamiento del mundo que poco a poco sustituye a las religiones tradicionales [p. 10; véase también p. 86].» Al estar las relaciones humanas mediadas por las cosas, «ya no se necesita una entidad trascendente exterior al mundo, ni mediadores personales que representen la voluntad de dicha entidad divina […] de hecho, la forma de valor no tolerará ninguna esencia transcendente que compita a su lado [p. 26].» En contraste con la posición economicista e instrumentalista que comúnmente se atribuye a Marx en la antropología, es evidente cómo para el pensador alemán el “desencantamiento del mundo” weberiano nunca fue tal. Lo mismo puede decirse del hecho de que “nunca fuimos modernos”, de Latour (2007): para Marx, la modernidad se caracteriza por la propagación de una creencia fetichista en la mercancía, abstraída de las relaciones personales de dominación, y no por el fin de la creencia y su reemplazo por la verdad fáctica. Queda patente cómo, en su crítica a la teoría del fetichismo en Marx, Latour (2010) apunta en realidad a su teoría de la alienación, que utiliza en calidad de testaferro. Según Latour, llamar a algo “fetiche” implica ignorar las complejidades técnicas de su creación y la fragilidad de su existencia. Marx habría considerado el fetiche una ilusión que se impone sobre las relaciones sociales y que no ha sido desenmascarada como lo que realmente sería, es decir, un velo que encubre las relaciones de poder. De acuerdo con Macías, sin embargo, para Marx el fetichismo no es una ilusión sobrepuesta a las relaciones sociales o una creencia falsa de las personas. No tiene nada que ver con representaciones o proyecciones ideológicas subjetivas de la mente humana, sino con una realidad relacional y objetiva que constituye a la vez que legitima las relaciones sociales. Lo que nos aliena y lo que debemos investigar son las relaciones sociales fetichistas, junto con las representaciones o mistificaciones sin las cuales tales relaciones no se sostendrían y que reflejan formas sociales objetivas producidas por un sistema social específico. Así, el capitalismo se caracteriza no sólo por que «…las relaciones sociales se presenten como relaciones entre cosas, sino porque estas relaciones entre cosas son las que regulan el conjunto de las relaciones entre las personas. Marx no se contenta con explicar que el valor es una forma de representación de la riqueza social […] sino que dicha forma de representación abstracta es real, adquiere vida propia y se autonomiza de su contenido, haciendo que las cosas dominen a las personas [p. 10].» La comprensión de las mercancías como objetos económicos e individualizados que predomina en la economía clásica y neoclásica (y que subyace a los estudios de antropología económica) pasa por alto que se trata de una forma social apriorística que estructura las relaciones entre personas. Contra Latour (2010), “esta facultad de las cosas no puede ser comprendida como si les perteneciese a estas en sí mismas”, señala Macías (p. 79). Las mercancías son así actantes, pero en un sentido muy distinto al de Latour: no como poseedoras de capacidad de acción, sino como formas abstractas pero reales que regulan las relaciones sociales a través de una creencia social generalizada y fetichista en su autonomía. La ecuación se invierte: el fetichista resulta ser Latour, al concebir el valor como una propiedad interna y natural de las cosas, cuando en realidad se trata de una relación social. Las “cosas” empíricas no hacen nada por sí mismas, antes bien, permiten al trabajo y a las relaciones sociales humanas presentarse o expresarse de maneras distintas. Para comprender esta realidad, es preciso vincular la teoría de la forma valor y del fetichismo en Marx: «Por un lado, la teoría de la forma valor analiza cómo se estructuran las relaciones de producción a partir de la generalización del intercambio de mercancías, transformando la fuerza de trabajo en mercancía. Por otro lado, la teoría del fetichismo se interesa por el tipo específico de opacidad, de naturaleza muy diferente a la que se da en otros modos de producción precapitalistas, que oculta las nuevas formas de dominación social de carácter abstracto [p. 80].» De aquí, Macías extrae consecuencias analíticas y políticas: «como resultado del fetichismo de la mercancía, las personas se cosifican y las cosas se personalizan. Por este motivo, no basta con denunciar los males que causa el capitalismo, como las desigualdades o la pobreza. Además es necesario realizar una crítica que desvele el carácter socialmente específico de sus categorías centrales, como el valor, el trabajo abstracto, el capital, el dinero o la mercancía [p. 19].» La teoría del fetichismo busca estudiar las opacidades específicas que ocultan la explotación en el sistema capitalista, no refiere a simples ilusiones que justifican las relaciones de producción a posteriori, sino que son constituyentes de estas mismas relaciones sociales que legitiman. La reducción de estas formas de opacidad a simples símbolos, reflejos o ilusiones, como si de una superestructura que hay que desvelar se tratara, devino un lugar común de la antropología y de mucho del marxismo ortodoxo. De hecho, gran parte de la antropología crítica ha incidido en el estudio de las representaciones como ilusiones basándose en la teoría de la alienación de Marx, y confundiéndola con la del fetichismo. Pero, apunta Macías, «el fetichismo no consiste en una simple ilusión de la conciencia, no remite tan solo a la apariencia de las relaciones sociales, sino que se refiere al modo de existencia de las relaciones de producción capitalistas mismas, a su forma social objetiva [p. 81].» Al igual que ocurría con el fetichismo del dinero en el cual incurría Graeber, «el fetichismo no consiste entonces en una cosificación en general de las relaciones entre las personas (como sucedía con la teoría de la alienación en los Manuscritos) sino en considerar el valor como una forma de relacionarse las cosas entre ellas, regulando de esta manera las relaciones entre las personas [p. 83].» En conclusión, el inspirador texto de Macías nos invita a trabajar con Marx y no contra él. El Marx de Macías no es un determinista económico ni instrumentalista, sino un analista de las relaciones sociales bajo el capitalismo. No podemos ignorar, como se viene haciendo, la existencia de una lógica social común, abstracta y atravesada por conflictos sociales que determina la realidad social. A la vez, sin embargo, resulta necesario rescatar algo de todos los autores reseñados, ya que las teorías del fetichismo y el valor per se no pueden explicar de forma exclusiva la totalidad de las dinámicas sociales, los procesos de inculcación de prácticas y gustos, o las relaciones de poder construidas a partir de dinámicas institucionales, sociales e individuales. En última instancia, Macías describe magistralmente cómo las inestables dinámicas del capitalismo tecnológico no hacen más que revelar, hasta sus más profundas implicaciones, que el capitalismo ha supuesto una ruptura antropológica que no podemos seguir obviando.