Reseña de «La Génesis del humanismo cívico en Castilla»
LA GÉNESIS DEL HUMANISMO CÍVICO EN CASTILLA: ALFONSO DE CARTAGENA
INFORME / INVESTIGACIÓN. Autor: Antonio López Fonseca (Universidad Complutense de Madrid)
Vol. 1 / enero 2019
1. La investigación sobre el humanismo en la Castilla del XV[1]
Los sucesivos proyectos que han vertebrado nuestras investigaciones suponen, en realidad, distintos pasos en el deseo de sentar unas bases sólidas para la completa historia de la tradición clásica en España (siglos XIII-XV), en el sentido que hemos dado al concepto de “tradición”, esto es, el de la transmisión y recepción en todas sus modalidades literarias y lingüísticas del legado clásico (T. González Rolán, P. Saquero Suárez-Somonte y A. López Fonseca, La tradición clásica en España [siglos XIII-XV]. Bases conceptuales y bibliográficas, Madrid, Anejos de TEMPVS 4, 2002, pp.35-48). El arco temporal en el que se inserta la investigación corresponde a los siglos XIII-XV, esto es, el final de la Edad Media. Puede parecer sorprendente que relacionemos los términos tradición (clásica) o humanismo con Edad Media, básicamente porque la mayoría de los historiadores de las literaturas vernáculas cuando dedican un capítulo a esos temas lo comienzan siempre a partir del Renacimiento y, sobre todo, porque los propios humanistas italianos dejaron muy claro que su ideal de civilización inspirado en la Antigüedad grecolatina se oponía radicalmente a la Edad Media, que para ellos era sinónimo de barbarie y desconocimiento e ignorancia de los autores clásicos. Ahora bien, contrariamente a lo que los primeros humanistas italianos equivocadamente supusieron, y muchos filólogos e historiadores modernos llegaron a creer casi como un “dogma de fe”, los autores clásicos fueron en la Edad Media la referencia suprema, autoridad misma, y desempeñaron en la vida y pensamiento de los escritores un papel tan importante que algunos estudiosos como José Antonio Maravall (“La estimación de Sócrates y del saber clásico en la Edad Media española”, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos 63 [1957] 5-68) han dicho con toda razón que en esta época se desarrolló una cultura que solo en estrecha dependencia de los “antiguos” puede explicarse, y otros como Claudia Villa (“I classici”, en Lo Spazio Letterario del Medioevo. I. Il Medioevo Latino. Vol. I. La Produzione del Testo. Tomo I, Roma 1992, pp.479-604) han sostenido que la tradición de los clásicos es sobre todo tradición medieval, y por esto el estudio de la tradición se convierte en historia de la cultura medieval.
Lo expresó con absoluta claridad el gran Eugenio Garin (El Renacimiento italiano, Barcelona 1986, pp. 11-13): la pretensión de transformar el Renacimiento en un repentino fogonazo de luz frente a las tinieblas anteriores solo sirvió para suscitar la justa reacción de los que se habían dedicado diligentemente a encontrar sus precedentes en los siglos anteriores. En efecto, gracias a los trabajos de filólogos clásicos y medievalistas de la talla de L. Havet, F. Grat, H. Buttenwieser, Ch.H. Haskins, L.D. Reynolds, P.O. Kristeller o B. Munk Olsen, entre otros (cf., para una amplia bibliografía sobre esta cuestión, nuestro trabajo ya citado, 2002), hoy se acepta que el Renacimiento italiano remonta en sus orígenes a otros renacimientos, con minúscula, esto es, a otras corrientes de renovación cultural que trataron de descubrir, conservar y difundir, y en definitiva reconquistar, el patrimonio filosófico, literario y científico de los antiguos. Me refiero al llamado Renacimiento Carolingio, que tuvo lugar entre los siglos VIII-IX, al movimiento humanista del siglo XII y al despertar cultural del siglo XIII.
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En todos estos momentos, los autores medievales supieron recurrir a la cultura grecolatina y sacar de ella lo que les interesaba para la estructuración de una cosmovisión propia, si bien algunos de los problemas que les preocupaban y preludiaban oscuramente la transformación social y cultural que siguió solo encontrarán solución en plena época renacentista, en la que se desarrolla, consolida y alcanza su madurez y universalidad, una visión de la vida, o mejor, como sugiere María Morrás (Petrarca, Bruni, Valla, Pico della Mirandola, Alberti. Manifiestos del Humanismo, Barcelona 2000, p.158), “un ideal de civilización basado en el convencimiento de que el hombre alcanza su plena humanidad a través de un proceso de asimilación –que va más allá de la mera intelección de unos conocimientos– de un modelo cultural inspirado en la Antigüedad”. Pero si el renacimiento auspiciado por Carlomagno fue un movimiento limitado a los territorios del reino franco, con el nuevo renacimiento del siglo XII y el despertar universitario del siglo XIII, la cultura clásica se difundió mucho más allá de estos confines y vio multiplicar los centros monásticos y catedralicios, y consecuentemente el número de autores conocidos y de otros que ahora se redescubren. El repertorio de textos clásicos que se manejan en estos dos siglos es nutridísimo, poco más o menos parecido al disponible hoy. Podemos asegurar que en Occidente los grandes clásicos latinos suscitaron, sobre todo durante la baja Edad Media, la admiración de hombres de letras, aunque es cierto que, después de la época carolingia en la que fueron transcritos, los textos de algunos autores como Tácito, Lucrecio, Propercio o Catulo, por citar algunos de los más significativos, fueron rápidamente olvidados y no volvieron a la luz hasta el Renacimiento, pero otros muchos de los más excelsos escritores latinos, que figuraban ya en el programa de Quintiliano (inst. X 99-107), pasaron a formar parte del canon medieval y por ello fueron leídos y copiados ininterrumpidamente. Es así que se puede afirmar que la verdadera importancia de los humanistas en la transmisión de los textos no reside tanto en nuevos y sorprendentes descubrimientos cuanto en una nueva actitud ante ellos considerados en su doble dimensión, externa, es decir, el texto como objeto, como algo material, e interna, esto es, referida al contenido y forma textuales.
El siglo XV fue una época de “crisis”, en el sentido etimológico del término, de “cambio”, en la que convivieron hombres del Medievo con incipientes humanistas; un momento que se alimenta del pasado y que servirá de impulso al futuro; un siglo en el que coincide un grupo de escritores, fundamentalmente cristianos, que se servían del latín como lengua de cultura pero que, cada vez más a menudo, escribían en castellano además de en latín y, más aún, escribían obras en latín que ellos mismos traducían; un período en el que la traducción de los clásicos va a cobrar un inusitado protagonismo y en el que se comenzará a traducir entre lenguas vulgares. Decía Petrarca, en sus Rerum memorandarum libri (1, 19, 4), que se sentía colocado en el límite de dos pueblos mirando a la vez atrás y adelante: uelut in confinio duorum populorum constitutus ac simul ante retroque prospiciens. Este personaje fronterizo sintió, aún en el siglo XIV, los primeros chispazos de un tiempo nuevo que se cernía sobre la Europa latina. Andando el tiempo, en el siglo XV, la cultura en España atravesaba una época de transición en la que el influjo francés cedía ante el italiano, circunstancia que a la postre iba a permitir que la cultura clásica grecolatina llegara a Castilla. Así, el reinado de Juan II (1406-1454) se convertiría en el “pórtico del Renacimiento” en España, en un momento en el que solo había un imperfecto conocimiento de las letras latinas y ninguno de las griegas y en el que, por tanto, la traducción iba a cobrar un nuevo protagonismo. Estaba ocurriendo algo importante que elevaba las miras de nuestra cultura y que alimentaba al titubeante y balbuciente vulgar romance, que intentaba desarrollar una literatura digna de tal nombre. Lo más importante es que los grandes protagonistas de la cultura del momento eran conscientes de ello y de que arrastraban una ilustre pero onerosa carga: el latín.
El marqués de Santillana, Íñigo López de Mendoza, en una carta dirigida a su hijo Pedro González, tras informarle de que había recibido varios libros desde Italia y haciendo referencia explícita a la Ilíada, decía: “E pues no podemos aver aquello que queremos, queramos aquello que podemos. E si caresçemos de las formas, seamos contentos con los materiales”. En la Castilla del XV se difundió un gran número de obras clásicas que pusieron en circulación los humanistas italianos, junto con escritos originales suyos y con traducciones al latín de obras griegas. Algo estaba cambiando.
La traducción fue un ejercicio presente a lo largo de toda la Edad Media y se convertiría en un elemento fundamental en esta época. Un libro como España y la Italia de los Humanistas. Primeros ecos, de Á. Gómez Moreno (Madrid 1994), demuestra en casi todos sus capítulos que todos los argumentos nos llevan a la traducción: su difusión, materias que se traducen, concepto e idea de la traducción, diferencias entre traducción medieval y humanística… No se puede explicar la llegada del Humanismo a la península sin comprender el destacado papel de las traducciones y todo lo que gira en torno a ellas. Como en todas las épocas, también en este siglo XV la traducción se define por una serie de condiciones y circunstancias históricas, lo que explica que se traduzcan unas obras y no otras, que se retraduzcan obras ya traducidas previamente, etc., porque las obras se relacionan no solo con todos los elementos que tienen que ver con el ámbito de su producción, sino también con el conjunto de factores que intervienen en el fenómeno de la recepción.
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Lo cierto es que el siglo XV, con los reinados de Juan II (1406-1454), Enrique IV (1454-1474) y los Reyes Católicos (1474-1516), es fundamental para entender la moderna historia de España. A los acontecimientos histórico-políticos de la centuria se han de sumar otros de carácter cultural y lingüístico que, en su conjunto, contribuyen al cambio general que experimenta la realidad vital de nuestro país. La evolución del romance castellano ahora, debido al hecho de convertirse en lengua de uso literario como también, y de manera destacada, a las traducciones que se realizan y a las aportaciones procedentes de otras lenguas (latín e italiano, principalmente), la conducen a un momento de consolidación que, como en el caso del “castellano drecho” defendido por Alfonso X, demanda un estudio y una norma más detallados. El siglo XV, desde el punto de vista lingüístico y literario, supone algo más que la etapa final de la Edad Media: supone la configuración de un ámbito cultural, el Humanismo. Este proceso, cuyo origen está en Italia, se había iniciado tímidamente durante los siglos XIII y XIV en nuestro país, pero tomará forma en el Cuatrocientos, con lo que ese epicentro cultural será referencia obligada para nuestros autores. El proceso corre paralelo al de normalización y expansión del romance castellano, de suerte que aquello que en los siglos precedentes había sido empeño individual de destacados personajes como el arzobispo Raimundo, Alfonso X o Sancho IV, entre otros, se convierte ahora en un ideal de vida. Las cortes de los nobles castellanos ya no compiten únicamente por cuestiones de tipo territorial o disputas de poder, sino que la cultura también representa uno de los bienes sociales y de distinción; de ahí que ciertas formas de mecenazgo, el encargo de traducciones, la formación de bibliotecas, la compilación de cancioneros para uso propio o la dedicatoria de las obras nuevas –traducidas u originales– devienen constituyentes de las convicciones aristocráticas. Es el momento en el que se desterrará la separación que pareciera imperante en la Edad Media: pasaremos de la disyunción de “armas o letras” a la conjunción de “armas y letras”.
Enrique de Villena (1383-1434) será uno de los grandes defensores de esa idea junto con otros, entre los que podemos destacar al marqués de Santillana, Fernán Pérez de Guzmán o Juan de Mena, figuras destacadas de la literatura española de esta centuria y también de la traducción. Asistimos, pues, a un cambio social, histórico, cultural en el que la traducción ocupa un papel destacado de la mano de monarcas y grandes personajes de la nobleza que contribuirán a la transmisión de los textos clásicos en romance, dejando de lado los textos religiosos. Es la época en que gentes de Iglesia y Estado cobran un protagonismo intelectual extraordinario: Alfonso de Cartagena, Alfonso Fernández de Madrigal, Rodrigo Sánchez de Arévalo.
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2. Un continuum investigador para superar el gran obstáculo
Una vez superada la controversia surgida a comienzos del siglo pasado, que llevó a eminentes investigadores como Klemperer (“Gibt es eine spanische Renaissance?”, Logos Tübingen 16 [1927] 129-161) a negar la existencia en España no solo del Renacimiento, sino incluso de la Edad Media, ha permanecido hasta nuestros días la idea de que España se incorporó con “retraso” (término acuñado por Curtius, “El ‘retraso’ cultural de España”, en Literatura europea y Edad Media latina, trad. M. Frenk y A. Alatorre, México – Madrid – Buenos Aires 1984 [reimpr.=1955], vol. II, pp.753-756) al gran Renacimiento italiano sin haber consumado una ruptura con la Edad Media. Ahora bien, para comprender adecuadamente nuestro pasado, sea medieval o renacentista, debemos antes liberarnos de estas fáciles y reiteradas etiquetas y tratar de estudiar conjuntamente y no por separado ambos períodos, porque, como ha demostrado Billanovich (“Il primo umanesimo italiano: da Lovato Lovati a Petrarca”, en Pratiques de la culture écrite en France au xve siècle, ed. E. Ornato, Lovaina-la-Nueva 1995, pp.3-12) no se puede conocer y valorar el Humanismo sin relacionarlo con los siglos que le precedieron.
Ciertamente es mucho lo que se ha avanzado en el conocimiento de la difusión del legado clásico en Castilla, pero aún queda mucho por investigar, pues, como bien señaló Batllori (Humanismo y Renacimiento. Estudios hispano-europeos, Barcelona 1987, p. 26), si el Renacimiento fue un complejo fenómeno literario, intelectual y político, identificado con una época histórica, el Humanismo se ha de entender como una corriente predominantemente filológica, histórica y pedagógica sobre la base de las humanidades grecorromanas, cuyo estudio ha de ser afrontado, como aconsejaba el gran Kristeller (El pensamiento renacentista y sus fuentes, comp. M. Mooney, trad. F. Patán, México – Madrid 1982), mediante un estudio directo y objetivo de las fuentes originales como único modo de comprender el Renacimiento. Así es como nos hemos enfrentado a esta época caracterizada por el oscilar entre el nuevo clasicismo y las viejas formas, unas veces resuelto en integración y otras en ruptura, hecho que caracterizará la cultura literaria del siglo XV.
A lo largo de los años, pues, hemos mantenido una línea de trabajo coherente que ha ido deteniéndose en distintos autores, obras y aspectos fundamentales para la cabal comprensión del siglo XV en Castilla, sacando a la luz multitud de textos inéditos a través de ediciones críticas y traducciones. Todos nuestros trabajos, precisamente por la orientación de nuestra línea investigadora, ofrecen dos aparatos con los textos originales, a saber, un aparato crítico que recoge las variantes de los manuscritos y ediciones impresas (caso de haberlas), y otro aparato de fuentes en el que se pueden rastrear las lecturas y autores utilizados por nuestros incipientes humanistas en la elaboración de sus obras, y que vienen a corroborar la idea que defendemos de que el siglo XV está ya atravesado por un pensamiento novedoso, humanista, que lo convierte en “el pórtico del Renacimiento”. Por otro lado y de manera paralela, nuestras aportaciones al conocimiento de la traducción en el siglo XV, como el libro González Rolán y López Fonseca, Traducción y elementos paratextuales: los prólogos a las versiones castellanas de textos latinos en el siglo XV (Madrid 2014), vienen a llenar un importante vacío, resaltado por el profesor Juan Luis Conde, que en su artículo “Prácticas paratextuales y conferencia de capital simbólico: los prólogos a las traducciones del siglo XV en la península Ibérica”, Cahiers d´études hispaniques médiévales 35 (2012) 141-163, concretamente en la p. 142, n.1, indica la carencia de la gran monografía que la envergadura del asunto requiere y merece: “curiosamente, los prólogos a las traducciones no han recibido demasiada atención específica, aunque por supuesto las referencias a ellos son numerosísimas en gran número de estudios sobre el asunto, dada la especial concentración de contenido teórico y doctrinal que en ellos se da”.
Así, los anteriores proyectos, “Estudio sobre la transmisión, conservación y difusión del legado clásico en el medievo hispánico (ss. XIII-XV) (I a III)”, dirigidos por el profesor Tomás González Rolán, han investigado si los autores y temas clásicos han ejercido durante este periodo en España la misma o parecida influencia en la sociedad, si han despertado en los hombres de letras semejante admiración que en otros países europeos, en especial Francia, Italia e Inglaterra. Se trataba de demostrar que el variado y rico legado clásico, componente fundamental y primario, junto con el cristianismo, de la civilización europea, ha desempeñado en la cultura española un papel semejante al que tuvo en otros países europeos, y en definitiva que la élite de los españoles ha sentido a lo largo de la historia, lo mismo que la de las demás naciones de Europa, la necesidad, como un ideal siempre presente y recurrente, de una vuelta a las fuentes de la Antigüedad Clásica.
En el ámbito de estos proyectos se ha desarrollado nuestra investigación en torno a la figura y obra de Rodrigo Sánchez de Arévalo (cf. A. López Fonseca y J.M. Ruiz Vila, “Rodrigo Sánchez de Arévalo: un humanista al servicio de la corona y el papado”, Anuario de Historia de la Iglesia 23 [2014] 323-332). En la actualidad, el proyecto “Práctica literaria y mitológica en el s. XV en Castilla. Comento a Eusebio y Breviloquio del Tostado: edición crítica del texto latino y castellano”, dirigido por quien firma estas líneas, es continuación de esa larga trayectoria y se centra en el estudio de la obra de otra figura fundamental del siglo XV en Castilla, bajo el reinado de Juan II y en el círculo del marqués de Santillana: Alfonso Fernández de Madrigal, conocido como El Tostado. Se continúa así con la línea maestra de los anteriores proyectos de sentar unas bases sólidas para una completa historia de la tradición clásica en España (ss.XIII-XV).
Pues bien, la figura de Alfonso de Cartagena, cuyo estudio ha corrido en paralelo, atravesando los anteriores proyectos de investigación, ha supuesto en cierto sentido el puente que nos ha permitido pasar de la figura de Sánchez de Arévalo a la de El Tostado, de suerte que el libro de González Rolán, López Fonseca y Ruiz Vila, La génesis del humanismo cívico en Castilla: Alfonso de Cartagena (1385-1456). Edición y estudio de textos seleccionados sobre el saber, la diplomacia y los estudios literarios(Madrid 2018) se ha constituido como el tránsito natural al nuevo proyecto, convirtiéndose, a un tiempo, en el último libro del anterior proyecto y el primero del actual.
Elogio del Tostado por Viera y Clavijo (1782). De próxima publicación por el Intituto Juan Andrés.
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3. El humanismo cívico en Castilla
Incidiendo en nuestros esfuerzos por superar la idea de una Castilla cuatrocentista tosca y bárbara y por desarrollar una visión más matizada y objetiva, nos hemos acercado a las figuras que consideramos señeras de la época, conocidas, sí, pero, en nuestra opinión, no suficientemente estudiadas. Nuestros trabajos parten básicamente de los textos, de su estudio directo a través de la edición crítica, del estudio de las fuentes y, en el caso de los textos latinos, de su traducción, para así llegar al auténtico pensamiento de sus autores. Somos de la misma idea de Italo Calvino, quien afirma que “ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión” (Por qué leer los clásicos, Barcelona 1992, p.16). Los textos, siempre los textos, auténtico valor del trabajo filológico.
El libro supone un acercamiento detenido y profundo al pensamiento de Alfonso de Cartagena, personaje clave para entender la génesis del humanismo cívico en Castilla en la primera mitad del XV. Está dividido en dos partes claramente diferenciadas, a saber, el estudio y la edición crítica (y traducción en el caso de los textos latinos) de prólogos relacionados con el saber, la diplomacia y los estudios literarios, siguiendo las propias palabras del autor de que “las prefaçiones aprovechan muncho e ayudan a entender los libros”, textos que él mismo antepuso a buena parte de sus obras y en los que se pueden explorar sus ideas, propósitos y reflexiones.
La primera parte, “Introducción” (pp. 7-210), en lo que constituye una auténtico ensayo, presenta un acercamiento a la Castilla de la primera mitad del XV y a la importancia de los conversos en el desarrollo de su cultura, saliendo al paso de, y refutando, la afirmación de Ortega y Gasset de que la introducción del Humanismo en Castilla no se produce hasta la década de 1480, pues resulta evidente que con anterioridad ya se había producido el contacto y desarrollo (es el caso del amparo que recibió el Humanismo por parte de la nobleza, como el marqués de Santillana). A continuación se estudia la figura de Alfonso de Cartagena, y sus orígenes judíos, y su relación con la génesis del humanismo cívico en Castilla, todo ello a partir de la vertiente cívica de su obra en la que destacó su faceta como traductor de Cicerón y Séneca con el claro objetivo de permitir el acceso al conocimiento. Para llegar a la esencia del sentir de Cartagena se aborda la conjugación de la vida activa y especulativa, la escritura y el magisterio, los destinatarios de sus obras, para finalizar con un apartado que nos lleva hacia una sociedad de élites culturales. Todo ello nos pone ante un auténtico “adelantado a su tiempo”, un humanista, o prehumanista, con visos renacentistas, por qué no decirlo. Cartagena defiende una idea de otium vinculada a la cultura, como se puede ver en el apartado dedicado a los destinatarios y a la definición del otium studiosum o litteratum, partiendo del análisis del concepto de otium ciceroniano y la defensa del autor de la ruptura del orden estamental tripartito medieval para alabar a aquellos estudiosos que, insertos en la vida civil activa, no son ya parte de los oratores ni pertenecen al estamento caballeresco: los letrados.
En la segunda parte de la obra (pp. 211-495) se exploran las ideas, propósitos y reflexiones literarias a partir de los prólogos que el mismo Cartagena antepuso a la mayor parte de sus obras. En ella se incluye, por ejemplo, la importante Epistula ad comitem de Haro, en una nueva edición crítica acompañada de traducción por vez primera. Los textos que se editan, organizados de manera cronológica para poder seguir el discurrir de las reflexiones de su autor, son los siguientes (aquellos cuyo título está en latín se editan en edición bilingüe): prólogos a Tulio de senetute; Tulio de los ofiçios; Memoriale virtutum (Memorial de virtudes); La Rhetórica; De la clemençia; De la providençia divinal; De la vida bienaventurada; Allegationes super conquista Insularum Canarie contra Portugalenses(Alegaciones contra los portugueses sobre la conquista de las Islas Canarias); Controversia Alphonsiana(Controversia con Alfonso de Cartagena); Epistula ad comitem de Haro (Carta al conde de Haro); prefacio a la Qüestión del marqués de Santillana; prólogos al Doctrinal de caballeros; Defensorium unitatis christiane(Defensa de la unidad cristiana); Oraçional; Anacephaleosis (Genealogía); y el texto de la Propositio ad regem Romanorum et aliae litterae (Propuesta al rey de los romanos y otras cartas). Gracias a los textos, las argumentaciones de la primera parte del volumen quedan justificadas y retratan a un Alfonso de Cartagena lejos de las polémicas maniqueas de que en ocasiones ha sido objeto, superando la manida (y errónea) oposición entre escolásticos (medievales) vs. humanistas (renacentistas) y ofreciendo un retrato de un personaje fronterizo, con una formación escolástica, sí, pero con la vista y el pensamiento en un tiempo nuevo.
Se trata, pues, La génesis del humanismo cívico en Castilla: Alfonso de Cartagena, de una obra que acerca al lector a la figura y la obra del que fuera el converso más ilustre y admirado del reinado de Juan II, que entregó su vida al servicio del Estado y la Iglesia, además de dignificar a los hombres de saber, exaltar las letras y transmitir sus conocimientos y su pasión por la sabiduría.
NOTAS
[1] El presente trabajo se inserta en el Proyecto de Investigación “Práctica literaria y mitológica en el s. XV en Castilla. Comento a Eusebio y Breviloquio del Tostado: edición crítica del texto latino y castellano” (FFI2016-75143-P).