Reseña «El Zar soy yo»
Historia de Rusia: De Iván el Terrible al temible Putin
El zar soy yo es un libro de historia excepcional, que merece ser leído por el hombre común y debe ser leído por los historiadores de todas partes del mundo. Nos dediquemos o no a la historia rusa, nos dediquemos o no a la historia europea.
El relato es de larga duración. No es frecuente toparse con un estudio tan sólido, que abarque más de medio milenio de la evolución de un país, cuya extensión es la sexta parte de la superficie habitable del planeta, su población es casi un 5% de la humanidad, y que estuvo ubicado entre las cinco grandes potencias políticas del mundo durante más de un siglo.
Para tener éxito en la realización de un fresco semejante, hay que tener un conocimiento vasto, fundado, de filología impecable, sobre fuentes tan dispares como los escritos del príncipe Kurbski, la Respuesta al pastor Kan Rokyta del propio zar Iván IV, la Cronografía de Iván Timoféev, el Relato de Abraham Palytsin, el Libro sobre la fe de 1648, Del Anticristo y su reino secreto de los años ‘70 del siglo XVII, el informe del embajador danés Westphalen en la corte de Pedro el Grande, el Estatuto de la Emancipación de 1861, la ficción del Diario de un loco de Gogol, los artículos periodísticos de Los Nuevos Tiempos o de La Riqueza Rusa en la segunda mitad del siglo XIX, el relato dramático de la incomprensión de la intelligentsia frente al lenguaje del pueblo, escrito por Zlatovratski en los albores del populismo.
Ni qué hablar de la masa de bibliografía del campo específico que Claudio Ingerflom ha leído y desmenuzado, aplastante para cualquier historiador por más experimentado que sea, escrita en ruso y en cinco lenguas europeas modernas. Amén de su familiaridad con los hallazgos teóricos de Natalie Zemon Davis sobre las inflexiones psicosociales de la impostura en la Europa occidental de los siglos XVI y XVII, de Peter Brown en torno a la precedencia de la acción o de las creencias en lo sobrenatural en la Antigüedad tardía, o el agón entre Foucault y Voegelin acerca de la separación entre los poderes político y religioso en Occidente.
El lector común obtendrá una visión total de la historia rusa, aunque centrada en el tema de los falsos zares, el autonombramiento, el núcleo mágico-religioso de la política rusa desde Iván IV hasta Vladimir Putin, la inversión de signos (que entraña inversión de significantes y significados) en los casos de la separación de Moscovia por Iván en 1575, del gobierno del “más cómico y del más borracho concilio” bajo Pedro I y de la “impostura soviética cotidiana”. Pero, claro está, se trata de cuestiones que pertenecen al núcleo duro de la realidad histórica, en un plano de cuasi equivalencia con el tema de la tierra, de su propiedad y explotación, porque de aquellas se desprenden no sólo esperanzas, emociones, padecimientos y prácticas populares, sino la legitimación de la autocracia y los ejercicios entrecruzados de la violencia o del terror, es decir, del dominio primario sobre los cuerpos de los seres humanos.
En cuanto al historiador, el primer abordaje de este libro puede significar el hallazgo de un modelo de coraje científico para hacerse cargo de proyectos de caracteres parecidos: 1) un arco temporal dilatado, que atraviese varias épocas; 2) el acogimiento de la historia comparada que, en este caso, se nos cruza en el camino cada veinte páginas a la hora de explorar la especificidad rusa por la afirmativa y distinguir, de los absolutismos de Europa occidental, sus formas políticas, su autocracia, su tensión perpetua entre la legitimidad y la impostura, pero también destina un capítulo a revisar los mismos problemas en la historia rumana, bajo la inspiración de la figura inmensa que fue el filólogo e historiador Nicolai Iorga, asesinado por la Guardia de Hierro en 1940 (importante es que el comparatismo es un instrumento básico en la consecución plena del fin de esta obra: toda ella “está orientada contra la manera de concebir a Rusia a partir de lo que ella no es”; 3) la contraposición y el ajuste permanentes de las perspectivas macro y microscópicas, en el pasaje de los pequeños hechos a los movimientos colectivos y de estos a la historia de la creatividad cultural y política del pueblo ruso.
Hay un ejemplo en el magnífico capítulo “Cuando la plebe casi inventa la política moderna”: una fuente excepcional de 1649 narra el encuentro casual de uno de los emisarios de la ciudad siberiana de Tomsk con el zar Alekséi Mijáilovich, que incluye el texto de la carta que los emisarios enviaron a sus representados donde no sólo se vislumbra sino que se asienta un espacio político por fuera de la comunidad y por fuera de la relación amo-esclavo entre el autócrata y su pueblo; el análisis se articula con los documentos de la rebelión de Stenka Razin y su deriva hacia el concepto de un soberano incorpóreo en el futuro.
De allí, poco queda para inferir y demostrar que la modernidad política implícita en la noción de un Estado abstraído de los cuerpos del monarca fue el proyecto de la comunidad amplísima de los cosacos y campesinos de Razin, es decir, que estaríamos ante un caso de acceso a lo moderno, completamente descentralizado respecto de los procesos revolucionarios modernos tales como los deconstruyeron y explicaron George Rudé, Barrington Moore o Theda Skocpol.
Si consideramos el esplendor de los hechos y su poder explicativo de los grandes movimientos de la historia, el capítulo 9 se traslada al examen del episodio paradójico de impostura y autolegitimación popular, protagonizado por el soldado Semenov en la gobernación de Kiev en marzo de 1826; a la “jornada particular” del pensamiento campesino autónomo, disparador de la revolución decembrista; y a la que Claudio denomina “ofensiva bolchevique contra lo político”.
Creo que la culminación del uso de este dispositivo dialéctico se da en la explicación de lo que podríamos llamar el proceso carnavalesco de la constitución cómica y grotesca de la corte de Pedro I, ya aludido, que también puede revestir el carácter de una hierogamia invertida de la Madre Rusia con el Pacomio-Mete-La-Polla Mijailov, el nombre en clave ridícula de Pedro el Grande. El fracaso buscado y programado de esa hierogamia produjo un vacío absurdo, que sólo un fortalecimiento del autonombrarse, esto es, en definitiva, la autocracia, podría llenar. Digamos que, al lado de este fenómeno, el de la inversión carnavalesca en Europa occidental no es sólo periódico, delimitado, más bien comunitario que cortesano, sino que, a la postre, nunca se aparta del principio del statu quo, expresado en el juicio que la Sorbona entabló al Carnaval en 1440: “Los seres humanos somos como barriles de vino y se requiere abrirlos, una vez por año, para que los vapores acumulados no hagan explotar los toneles”.
Tampoco dejaré de citar la aparición recurrente de la figura del “loco en Cristo” en el relato tejido por Ingerflom, que me permite regresar a lo mentado acerca del núcleo mágico-religioso de la experiencia política rusa. Pues el “loco en Cristo” es la realización, la encarnación individual del precepto paulino de la “locura de la Cruz”, predicado en la primera Epístola a los Corintios. Si bien la paradoja de san Pablo alcanzó en Occidente un acmé filosófico en la última parte del Elogio de la locura, nunca la locura de la Cruz rasguñó los centros vitales de los sistemas de poder en Occidente, ni siquiera en las universidades logró hacerlo, aunque secularizado, tras las revueltas de mayo de 1968. De esta diferencia radical en la exégesis de Corintios I sólo cobré conciencia gracias a la lectura del libro de Ingerflom.
Su escritura y su estilo despliegan fluidez, elegancia y claridad para deshacer los ovillos y recorrer los laberintos. Dirán que exagero, pero del análisis empírico que he presentado se puede inferir que no adulo ni inflo el recuerdo al señalar que tuve la sensación de volver a Los reyes taumaturgos cuando me sumergí en este libro. Que El zar soy yo se encuentra en la constelación regida por la obra de Marc Bloch me temo que es indiscutible, aun cuando sea posible diferir en cuanto a la intensidad de la luz de esta estrella. Celebro que haya aparecido en lengua castellana el libro de Ingerflom, un historiador argentino, sobre todo porque, en sus propias palabras, despliega frente a nosotros “la historia de un pueblo que nunca dejó de poner en jaque al poder”.